Una noche fría y lluviosa de invierno, en mi casa, a la salida del Pueblo de la abuela, un fin de semana más, apagué la chimenea y me fui a acostar. Sentí un silencio frío y sepulcral, un silencio en la habitación que me estremecía sin más. El sólo pensar que fuera eterno, me torturaba y apenas podía descansar y conciliar el sueño, pero llegó el consuelo de un sonido claro y taciturno que me era familiar, lentamente llegó a mis oídos, era el piano.
Acostada me pareció vislumbrar una sombra, que parecía una mujer vestida con una faltriquera larga, camisa oscura y delantal, con roete blanco incólume, traslúcida y flotando en el aire, de mirada lánguida, que con una voz extraña , parecido a un susurro, me sonaba como si fuera el tararear de una vieja canción de cuna, que me llegaba tenuamente del otro lado de mi enorme habitación, hizo que no escuchara el palpitar de mi viejo reloj de ébano, no hizo ni por asomo mella en mis tímpanos y cuando sonaron las campanas de la media noche, de pronto desapareció.
A continuación, escuché como una dulce melodía de piano, claramente nítida. Me envolvió en un halo mágico que me hipnotizaba el alma y no podía dejar de escuchar.
Acaríciaba mis tímpanos y me daba cierta melancolía, pero me embriagaba los sentidos, y percibía a la par, un cálido y límpio perfume a azahar.
La habitación de paredes altas, carcomidas por el paso del tiempo y en alguna zona cubierta por la grisácea humedad, de techos abovedados de madera, vetustos y sombríos, se mantenía intacta a pesar del paso del tiempo.¿ Cuánto tiempo habría pasado ya?
En uno de los rincones de la habitación, una aburrida araña reparaba lo que quedaba de su telaraña, después de limpiarlo yo, debastada por mi tenaz escobón de madera, que es la única sirvienta que a fuerza de costumbre habita y permanece en mi hogar, sin rechistar.
La decoración, decadente, de antiguos y vetustos cuadros de familiares de otras épocas pasadas, en blanco y negro, colgaban de las desgastadas y encaladas paredes y con restos de enseres en desuso, útiles todavía y que empezaban a ser un estorbo y a acumularse ya. Decrépitas estatuillas de cerámica me miraban tristes desde el único anaquel que todavía sobrevivía en el lugar.
Un calendario obsoleto cuya fecha caducada hacía más treinta años ya, ornaba las envejecidas paredes como si el tiempo se hubiera detenido por completo hace un siglo ya, sin que yo casi lo hubiera percibido.
Un candelabro deprimido con sus luces apagadas, colgaba del techo; pocos cristales pendían de él y tristemente recordaba el paso cruel de los años sobre mí.
Una mesa de centro desvencijada, cubierta de polvo y al otro extremo el piano. Parecía al acercarme, negro, vacío, mudo, casi sin vida ,sin los dedos que cada día desde hacía años habían acariciado sus teclas con amor.
Tanto recordar su delicado sonido rompiendo el silencio, y casi lo había olvidado. Pero ahora, parecía que había vuelto a sonar, a revivir el entusiasmo de una melodía que cada día hacía que los pájaros se posarán en la ventana , esperando el dulce sonido de sus entrañas, para poder volar.
El amanecer llegaba, nuevamente el sol se colaría por la ventana y seguramente me encontraría leyendo en mi viejo sofá.
Mis fantasmas del pasado, parecía que se habían ido marchando, como los invitados a un banquete nupcial invisible y que nunca sucedió, con la única diferencia que ellos disfrutaban con mi vital compañía y yo a fuerza de costumbre, tuve que perderles el miedo, que sentí por ellos al principio, casi llegamos a una extraña fraternidad.
Pero igual, les llegó la hora de seguir su luz al más allá.
De pronto, vagando por mis pensamientos, sentí que el silencio se rompió.
Sentí como tocaba el piano las estaciones de Vivaldi, Chopin y luego una vez más el silencio volvió a reinar.
Estaba segura de que volvería a sonar, y efectivamente, interpretó a Debussy, Mozart y alguna pieza más.
Unas manos invisibles lo hacían sonar, pulsaban las viejas teclas con delicadeza y nacían dulces melodías que se fundieron con el amanecer.
Una extraña nostalgia me invadió entonces, como si uno de mis invisibles invitados, no se hubiera marchado del todo.
Allí detrás del piano, flotaban miles de recuerdos, con la música me invadían millones de sueños, el amanecer era inminente y tenía que darme prisa porque pronto partiría y el silencio regresaría.
Cerré con pesar la tapa del viejo piano, aplaudí extasiada ante el magistral concierto de ultratumba que mis oídos habían sentido, disfrutado y fue entonces cuando volví a sentir la presencia, que sin duda habitaba en mi habitación.
Quizás fuera ella quien tocó el piano con pasión, pero desaparecío fugazmente, se fue entre el silencio y las paredes de esta lúgubre y fría habitación, esperando con ansia que en otra ocasión, me acompañara con otras dulces melodías que en vez de aterrarme, me alegraban el corazón, ya que sentía que lo tocaba esa querida e invisible mano que me acariciaba con amor, ternura y paciencia y que un día desaparecío.